Este relato podría encajar mejor en mi blog de viajes, pero elegí mostrarlo aquí porque trasciende lo turístico, lo geográfico y lo deportivo. Habla de un personaje muy especial que, durante un puñado de días, nos iba a dar una verdadera lección de cariño y amistad.
El puesto de Gendarmería "El Manso", ubicado por aquel entonces en la margen norte del río homónimo y sobre el límite sur del Parque Nacional Nahuel Huapi, no era un lugar muy concurrido. Tal vez por eso los militares allí destinados nos despidieron con simpatía. Acaso les debió causar asombro que tres personas -Gabriela, Casi y yo- utilizaran sus vacaciones para cruzar a Chile con 20 kilos en la espalda cada uno. Y no exagero. "El paisaje y la experiencia superan cualquier sufrimiento", estoy acostumbrado a pontificar entre curiosos y detractores. Pero dejaré esta controvertida cuestión para otro momento.
Ni bien reanudamos la marcha un perro comenzó a seguirnos. Se nos unió, sería la expresión correcta. Nada anormal en estas comarcas donde es costumbre transitar dentro de chacras y campos privados. El animal se veía robusto, no parecía vagabundo. Tenía un aire a ovejero alemán, pero con cabeza ancha y más bien retacón. De nada sirvió ahuyentarlo con los bastones para que no se alejara de su supuesto amo y perdiera el camino de regreso. A decir verdad, no figuraba en nuestros planes cruzar a Chile con una mascota, pero, al parecer, el animal así lo decidió. Y no era cuestión de contrariarlo. "Ya se cansará", vaticinábamos despreocupados. Falsa presunción; los futuros hechos nos demostrarían lo lejos que estábamos de la inexplicable y sorprendente realidad.
La lluvia que nos había sorprendido la primera noche en el paraje fronterizo de El León, no impidió que el pichicho durmiera acurrucado junto a nuestra carpa. Y fue todo una señal; nos dio la certeza de que nos iba a seguir a donde y como fuera. Lo aceptamos. Soy de los que sostienen que un animal trae menos disgustos que un ser humano.
Con el correr de los días fuimos descubriendo detalles interesantes en el comportamiento de nuestro flamante compañero de ruta. Ya habíamos tenido una primera pista sobre su identidad gracias a un lugareño que nos cruzó de manera casual en la frontera. "¡¡Es 'el Moreno'!!", había exclamado con asombro y entusiasmo al ver al perro. Según le alcanzamos a entender, se refería a un animal que se había esfumado misteriosamente tiempo atrás. Nada más que eso. O nada menos.
"El Moreno" era un dechado de educación. Jamás se atrevía a tocar nuestra comida durante la ceremonia del almuerzo o la cena. El tipo permanecía en un segundo plano observándonos y sólo lo hacía al recibir la autorización. Y no le hacía asco a nada.
Tampoco entraba a lugares cerrados. Toda vez que ingresábamos a alguna vivienda, nuestro amigo de cuatro patas aguardaba silencioso y obediente en la puerta. Por las noches se apostaba a los pies de la carpa y de día velaba por nuestra seguridad y nuestras pertenencias. Como en aquella oportunidad en la que echó a mordiscones en la cola a un chanchito que amenazaba con hincarle el diente a una bolsa con comida.
Su método de marcha era curioso. Por momentos caminaba junto a Casi, por momentos junto a mí, y finalmente se arrimaba a Gaby. Y nos observaba. Como si estuviese analizando nuestros estados de ánimo. Como si nos fuese custodiando un rato a cada uno o hubiese sido entrenado para escoltar rebaños, aunque en este caso se tratase de humanos. En una ocasión, tras olfatear algo raro en el aire, desapareció en un oscuro y cerrado cañaveral. Escuchamos una especie de escaramuza, y al instante vimos salir de la espesura a un asustado pudú(1), seguido detrás por el inefable y combativo Moreno. Las vacas, que cada tanto nos obstruían la senda, también eran víctimas de la severidad de nuestro perro. En una de sus ruidosas "apretadas" para despejarnos la ruta sucedió algo gracioso. Una de las vacas se le retobó, y en una repentina inversión de roles comenzó a correrlo a él. La escena de los dos animales girando alocadamente alrededor de un árbol, sin saber quién perseguía a quién, hubiese encajado de perillas en algún film de Mel Brooks. "Se me complicó", habría pensado con susto el pobre Moreno.
Pero lo más conmovedor sucedió el día en que decidimos visitar la orilla sur del caudaloso y encajonado río Manso. Conmovedor en serio. El sistema para cruzar el río tenía algo de ejercicio acrobático y parque de diversiones: debíamos treparnos a una especie de canasta-cablecarril para dos personas, suspendida a unos cuantos metros de la superficie del agua e impulsada por uno mismo gracias a una palanca de hierro. El curioso aparato no funcionaba sin un cristiano arriba, de manera que debíamos cruzar dos y volver uno a buscar al tercero. Y que no se cayera al agua la palanca porque había que llamar de urgencia a Gendarmería o a Carabineros. Lo cierto es que el fiel Moreno, al ver angustiado que nos mudábamos a la margen opuesta sin él -era riesgoso para el perro y para nosotros-, se largó barranca abajo abriéndose paso entre las cañas, y con gran decisión se jugó a cruzar el río. Mientras pendulábamos del cable, veíamos azorados cómo ganaba la otra orilla a brazada limpia a pesar de la corriente. La garganta se nos estrechó en un nudo, y creo que nos obligó replantear seriamente el significado que hasta ese momento tenía para nosotros la palabra amistad.
La senda, días más tarde, devino en ruta, y una camioneta que pasaba por allí nos llevó rápidamente -Moreno incluido- hasta la cabecera sur del lago Tagua Tagua. En minutos debíamos subir a un pequeño transbordador que nos cruzaría hasta su extremo norte y, noche en Río Puelo mediante, tomaríamos un bus que nos depositaría finalmente en la ciudad de Puerto Montt.
¿Qué hacemos con el perro?, era la pregunta del millón. Imposible era cargarlo más allá de aquel lugar sin una serie de trámites que ninguno tenía en sus planes realizar. Cerrábamos nuestra excursión en la montaña envueltos en un inesperado dilema moral -y sentimental- que no admitía demasiadas alternativas. Mejor dicho, admitía una sola, para desgracia del animal.
“¡¡Es ‘el Moreno’!!”, reaccionó sorprendido uno de los militares destinados en la zona del lago, al vernos aparecer junto al perro. Su versión de la historia no difería de la escuchada días atrás en la frontera: el popular animal había partido de allí hacía algunos años detrás de un mochilero solitario, abandonando a su antiguo dueño. Le pedimos al oficial que al marcharnos se encargara de él.
Zarpamos. El transbordador se apartaba lentamente de la costa, y nuestros ojos se humedecían de tristeza al ver como nuestro fiel compañero luchaba por escapar del lazo que lo sujetaba para que no se arrojara de manera casi suicida al agua. En otra ocasión ya lo había hecho, pero acá tenía por delante al inmenso lago y jamás alcanzaría a la barcaza. Lo vimos saltar y retorcerse enloquecido hasta que una saliente de la costa nos cubrió la escena como el telón de una obra de teatro.
Acodado a la fría baranda de la balsa, vinieron a mi mente como un flashback cada una de sus demostraciones de fidelidad y cariño. La espantada a las vacas, su admirable educación, su valentía al animarse cruzar el río Manso...
Ya pasaron ocho años, y aún hoy me sigo haciendo preguntas sobre la actitud, el origen, la misión o la identidad de "el Moreno". ¿Sería un perro vagabundo? ¿Buscaría un amo? ¿Nos habría tomado cariño? ¿Andaría perdido y nos usó de guías para regresar a su terruño? ¿Buscaría alimento? Misterio.
Sólo estoy seguro de algo: una travesía en la soledad de las montañas siempre trae de la mano una considerable dosis de peligro. Prefiero quedarme, entonces, con la idea de que "el Moreno" ha sido durante ese puñado de días nuestro Angel de la Guarda.
(1) Ciervo pequeño, de aproximadamente 35 cm de altura, que habita en los bosques de los Andes.
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