Si hay personajes que, además de fastidio, me producen cierto temor son los animadores de fiestas. Es decir, esos sujetos que alguien contrata para amenizar cumpleaños, cenas en restaurantes, casamientos, despedidas de soltero, bodas de oro o lo que coño fuera.
En principio diría que son traicioneros, porque irrumpen con total impunidad en el momento menos esperado. Se materializan de la nada cuando uno está relajado y con las defensas bajas. Y a partir de ese instante todos pasan a ser sus rehenes. Y no lo digo en sentido figurado, es que apenas alguien amague con abandonar el recinto, escabullirse al baño o simplemente ignorarlo, automáticamente será objeto de sus chistes y sus burlas. No hay escapatoria.
“¡¡¡Hola a todooosssss!!! ¿¿Qué tallllll?? ¿¿Cómo estaaánnnn?? ¡¡Me presentoooo, mi nombre es Federicoooo -pero me pueden decir 'Fede'- y vengo a alegrarles un poquito esta linda reunioooón!!”, arrancará micrófono en mano, con voz modulada y actitud de canchero de manual. “Me dijo un pajarito que están festejando un cumpleaños. A veeeer... ¿Dónde está la cumpleañeraaaaa?”, preguntará frotándose las manos, con esa expresión de placer que indica que ya está listo para empezar a reírse de los invitados (debería ser “con” los invitados, pero eso demandaría un mayor esfuerzo intelectual). La chica levantará tímidamente la mano y él, por supuesto, la hará pasar al escenario o a lo que haga de escenario. “¡¡A veeeer... pido un aplauso para Andreeeeaaaaa!!...”, exclamará entre eufórico y chupamedias. “¡¡A veeeer... más fueeeerteeee!! ¿O no la quieren a Andreaaa?”, insistirá como si estuviese dirigiéndose a un público de jardín de infantes. Y la intensidad de los aplausos nunca será de su agrado, con lo cual repetirá el pedido unas 3 ó 4 veces más hasta que el caos de gritos y golpes mande al suelo tenedores y cuchillos y tire abajo los cuadros y el decorado del salón. Ahí recién se sentirá plenamente realizado y continuará con su rutina.
“Decime, Andrea... Estás de novia... casada... separada... abandonada...??”, preguntará inquisidoramente con voz de galán de radioteatro, mientras le pasa el brazo por encima de sus hombros. Andrea, por caso, dirá que está de novia. “¿Cómo se llama tu novio?”, preguntará nuestro aprendiz de vivo. “Javier”, responde la chica en voz baja como si revelara una intimidad. “A ver, chicos, ayudenmé... ¿Está Javier por ahí? ¿Dónde está Javier?”. Todas las miradas convergen en el pobre pibe y no le quedará otra que levantar su manito. “¡¡Que venga Javieeeeeer!!”, ordenará lo que se venía venir como la tormenta después del calor. El novio de la chica se acercará no muy feliz al escenario y se comerá un “¡¡ooosssooooo!!” del animador cuando este amague con estrecharle su mano. Por supuesto, la pareja tendrá que aguantarse la andanada de chistes fáciles sobre el noviazgo, sus respectivos ex y todos los lugares comunes que se puedan imaginar. Y el showman estará bien atento a las reacciones de la gente, porque en base a ello seguirá vomitando chistes malos y sacándole la ficha a cada invitado. “Y vos... ¿de qué te reís tanto? Je, seguramente tuviste algo con este pirata...”, retará a alguna de esas señoritas que se ríen de cualquier boludez. “¿Vos la estás pasando bien, che? Avisale a tu cara, entonces”, le tirará a algún invitado agreta. Humor inteligente.
Y ya que lo tiene a mano, este “banana” rentado arrancará la sección de juegos boludos con el mismísimo novio. Con una pelota de ping-pong en la boca y dibujando círculos en direcciones opuestas con mano y pie izquierdos, tendrá que repetir 3 veces “tres tristes tigres”. El pobre desgraciado pasará el papelón de su vida ante las crueles carcajadas de la concurrencia. “Me fallaste, Javier”, le dirá ante su contundente y esperado “fracaso”. El premio por realizar bien esta pelotudez –una vela aromática y un porta sahumerios- quedará desierto y el animador saldrá de cacería en busca de otra víctima que esté a la altura del desafío. O por lo menos le garantice otro rato de diversión a costilla del propio infeliz.
Y ya que lo tiene a mano, este “banana” rentado arrancará la sección de juegos boludos con el mismísimo novio. Con una pelota de ping-pong en la boca y dibujando círculos en direcciones opuestas con mano y pie izquierdos, tendrá que repetir 3 veces “tres tristes tigres”. El pobre desgraciado pasará el papelón de su vida ante las crueles carcajadas de la concurrencia. “Me fallaste, Javier”, le dirá ante su contundente y esperado “fracaso”. El premio por realizar bien esta pelotudez –una vela aromática y un porta sahumerios- quedará desierto y el animador saldrá de cacería en busca de otra víctima que esté a la altura del desafío. O por lo menos le garantice otro rato de diversión a costilla del propio infeliz.
Y esos segundos en los que el tipo recorre el salón con la mirada son de suma tensión, porque nadie quiere convertirse en el próximo payaso de turno. Nadie quiere ser obligado a contar granos de arroz con los dedos de los pies, a imitar a un animal de la selva o a que un desconocido le pase un huevo por debajo de la ropa sin romperlo.
No hay una comprobación científica, pero el alegra-fiestas casi siempre escoge a su presa entre los más extrovertidos o entre los que se esconden. Ambos son útiles. Los primeros interactuan con el animador y potencian la supuesta gracia de la prenda (a no ser que pretendan ser más vivos que el animador; en ese caso nuestro personaje hará lo posible por aplicarles un escarmiento), los segundos atraen precisamente por su pánico a hacer monigotadas en público. Y acá el animador cuenta con un aliado de fierro que es ni más ni menos que el morbo del resto de los presentes. Al que no le gusta el canto, todos quieren oírlo cantar. Al que odia el baile, todos quieren verlo bailar. Para molestarlo, nomás. Es más gracioso ver a alguien que hace algo contra su voluntad y mal, que al que lo hace con gusto. “¡¡¡Rooo-beeer-to!!! ¡¡¡Rooo-beeer-to!!!”, corearán todos para darle ánimo al tímido elegido, mientras un par de comedidos lo arrastrarán de los brazos y lo pondrán a disposición de su verdugo. Y al tal Roberto no le quedará más remedio que acceder a los deseos de la turba, caso contrario se colgará un cartel de “amargo” que lucirá mientras viva. “Cuídenme de mis amigos que de mis enemigos me encargo solo”, decía Voltaire.
Desconozco el mercado laboral de los animadores, pero no son pocos los casos en los que estos pseudos piolas que presentan un perfil multifunción. En algunos casamientos son los mismos que pasan música y durante la fiesta te marcan cuándo comer, cuándo bailar y hasta cuándo cagar. “¡¡Les pido un fuerte aplauso para el vitel thonéeee!!!”, vocifera desde la consola, mientras una fila india de mozos irrumpe a paso militar con el primer plato. “¡¡Un aplauso para el lomo a la pimientaaaa!!”, arenga cuando aterriza el plato principal. “¡¡Un aplauso para la tripa gorda!!”, ordena si el casamiento viene onda asado campestre. Mamita querida. Un aplauso en las bolas le daría.
En otras oportunidades, para darle un toque diferente al evento se contratan los servicios de un animado-mago. Y agarrate. “A veeeer... necesito a dos amigas de la novia para que vengan a soplarme la varita”, reclamará libidinoso. “Y ahora voy a necesitar un ayudante para mi próximo truco...”, dirá después de haber hecho sonrojar a las mencionadas señoritas. En realidad, la traducción vendría a ser algo así como “voy a necesitar un perejil para que la gente se le cague de risa un rato”. Y, no sé porqué, pero el mago tiene como una aureola de impunidad. Es como el Papa, como Dios. Aunque el tipo te deje en cuatro patas, con los ojos vendados y un clavel entre los dientes, no te podés enojar. Todo se hace en pos del truco. Y no es justo.
Creo que todos en algún momento hemos padecido a estos pesados que se creen vivos. Y los seguiremos padeciendo mientras tengamos amigos que los contraten. Podría continuar haciendo catársis pero acá me planto. Me puse demasiado intolerante y no era mi intención. No me reconozco. Al fin de cuentas la animación de fiestas es un laburo y como tal merece respeto. Requiere oficio y dedicación. Es más, diría que es un arte. Sí señor, un verdadero arte. El arte de romperle las pelotas a los demás.
2 comentarios:
Armando
En tu recorrida sobre los personajes que nos amargan la vida te estas olvidando de un personaje : Los profes de tenis, esos malditos que siempre te muestran que le pegaste mal a la pelotita aun cuando vos estas chocho que por lo menos paso la red o cuando logras devolverla mas o menos decente y festejas pensando que el profe no va poder ni devolvertela , el desgraciado llega , te la devuelve y ni siquiera transpira una gota el muy maldito. Encima la leyenda cuenta que se levantan todas las minas. Un personaje detestable.
Un abrazo
Acido sulfúrico aplica nuestro amigo observador Lean Jaja
Besotes
Belén
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