La
primera vez que escuché al Doctor Tangalanga fue en la radio y de casualidad.
Sería a comienzos de los ’90, para más datos. Al principio no me cayó muy
bien el tipo, para qué voy a mentir. Es que en esa década comenzaba en la Argentina una manera bastante
vulgar de hacer humor y lo relacioné con eso. “Este es otro más que se hace el guacho pistola gastando a la gente”, habré pensado. Aun no conocía la intimidad del personaje ni
sus códigos, lo que me llevó a sentir lo mismo que los cientos de víctimas de
sus llamados telefónicos justicieros. Me puse del lado de ellos.
Volví
a escuchar al Doctor un par de años más tarde, esta vez en una de esas
grabaciones caseras que siempre algún amigo tenía y que circulaban de mano en
mano. Y en esta oportunidad fue distinto. Tan distinto que ese humor basado en el absurdo, en la salida ingeniosa y en la puteada descerrajada en el momento justo me
conquistó en el acto.
El Doctor. |
Recuerdo
vagamente que entre las bromas telefónicas de aquel cassette estaba la del garaje, ese al
que llama para encuestar sobre el “caso Monzón”. Allí Tangalanga se mete en la
piel de un periodista de la revista “Trululú”, una supuesta publicación que
sale todos los martes de “cuatro a cinco de la mañana”. “Usted tiene que estar en la onda de este asunto porque aquí está en
juego la moral del pueblo argentino”, lo reta al atribulado encargado del
garaje cuando éste último confiesa no saber un pito del episodio que
involucraba al famoso boxeador. Y cómo no acalambrarse de la risa cuando,
echando mano a una lógica totalmente disparatada, le dice enojado al garajista: “¿cómo mierda lo dejan a usted cuidando a
los autos si no está al tanto de ninguna noticia?”.
Con
el tiempo vinieron más grabaciones, más CD’s y dos libros que no me canso de releer.
Y estoy seguro de que lo mismo le debe ocurrir a su ejército de fanáticos. Tangalanga
ha entrado en el Olimpo de esas cosas a las que se suele llamar “de culto”.
En
sus llamados, el Doctor despliega una táctica enmarañada y compleja (y hablo en presente porque él y sus llamados van a ser eternos). Para
empezar, tiene una gran ventaja sobre su ocasional oponente: en el fondo no
defiende lo que dice defender. Esto significa que puede tomar prestada una
causa ajena -o ficticia- y modificarla a su antojo. Por eso se lo ve cambiando
el frente de ataque permanentemente, como cuando acusa al dueño de un negocio
de matafuegos de haberle tocado el culo a su esposa. Después de que el hombre le
jura y perjura que él sería incapaz de manosear a una mujer, Tangalanga lo
sacude con un gancho al mentón: “¿entonces
es maricón, usted?”. Para confundir a su presa, a veces se contradice a sí
mismo, como en aquel llamado en el que invierte el nombre del empleado y la
empresa: “Le habla Massachusetts, de la
inmobiliaria Rassetti”, para decirle segundos después y a la misma persona “Soy Rassetti, de la inmobiliaria
Massachussetts”. Ni hablar de su habilidad para pasar del trato respetuoso
y amable al insulto sin escalas intermedias.
En
otros casos no son reclamos por un servicio mal hecho sino bromas cazabobos o
planteos que traspasan el límite de lo descabellado. Como cuando llama a una
estudiante de medicina para decirle que el esqueleto que ella tiene en su
casa para examinar es de un primo hermano suyo y que le gustaría pasar a
llevarle flores. O cuando encarga bombones
rellenos pero con el relleno aparte. O cuando llama a esa familia minutos antes de
la final del Mundial de México para avisarles que Argentina y Alemania ya habían
jugado, que uno de los goles lo había hecho Cuciuffo y que el partido que
estaban esperando ansiosos iba en diferido. O cuando, en pleno Mundial de Francia, se hace pasar por
empleado de una empresa de electricidad y avisa que, por una
supuesta falta de pago, van a cortar la luz justo a la misma hora que juega
la Selección.
Ejemplos
de su ingenio y su humor sobran, y a continuación les dejo algunas de sus
frases más graciosas y memorables (imaginarse la voz del Doctor):
“Estuve allí en el negocio de ustedes por unas fotocopias y las hicieron con faltas de ortografía” (a una librería).
“Estuve allí en el negocio de ustedes por unas fotocopias y las hicieron con faltas de ortografía” (a una librería).
“Imaginate
cómo habrás arreglado el techo que cada vez que llueve tenemos que salir al
patio” (a un albañil).
“No, yo no
gasto en teléfono. Tengo un acuerdo con la telefónica que cuando llamo a un
pelotudo, no me cobran” (a cualquiera).
“Con
la cara de orto que tiene este tipo, parece que todas las películas fueran
dramáticas” (a la boletería de un cine).
“Pero
ese matafuego no mata el fuego, apenas si lo hiere” (a un negocio de
matafuegos).
“Lo
único que no hace ruido en el auto de este muchacho es la bocina” (a un mecánico
que se lo arregló mal).
“Te
escondés en el anonimato” (a cualquiera que lo amenazaba).
“Te
lo digo en la cara y en la nuca” (a cualquiera que lo desafiaba a verse cara a
cara).
“¡Momentito,
escuche! Yo le dije que se lo pago en ocho años, pero que pasan rápido” (a un
almacenero que vendía su local).
“Escuchame,
te lo doy yo el número. No busqués más... Anotá...” (a un dentista que lo amenazaba con
un rastreador de llamadas).
“El
número que sobra metételo en el orrrrrto!!!!!” (a los que se avivaban que el
Doctor les había dictado un dígito telefónico de más).
Como
hice con el Flaco Spinetta hace exactamente un año, no quise que se escurriera
este 2013 sin dedicarle unas líneas a otro maestro que se nos fue de viaje, y que
casualmente fuera su amigo. Un querible personaje que marcó un antes y un
después en mi manera de ver, hacer y sentir el humor. Hasta siempre,
Tangalanga, Tarufetti, Varela, Tarufi, Cantalupi, Rabufetti, Rasetti o el
seudónimo que se te ocurra. Vamos a extrañar tus trapisondas.
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