Hace unos años, mientras caminaba temerariamente entre los autos para trepar a un colectivo que me había “parado” a unos 10 metros de la vereda, me puse a pensar en todos los atropellos diarios de los que somos víctimas quienes vivimos en las grandes urbes. Sobre todo en la caótica ciudad de Buenos Aires y sus alrededores. Y no solo pensaba en los atropellos y maltratos en sí mismos, sino en algo más curioso y sorprendente: cómo nos vamos acostumbrando a convivir con esas tocaditas de culo y las aceptamos mansamente como parte ya del folklore cotidiano. En palabras más civilizadas: aprendimos a legalizar la anormalidad.
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Ya nos acostumbramos a que, después de esperar 150 números para iniciar un trámite, nos reciban con la frasecita mágica “se cayó el sistema”. Y andá a llorar a la iglesia o a defecar a los yuyos, lo que más te guste. El “sistema” es como una entidad superior, como un Dios omnipotente que se toma el palo cuando se le canta el culo sin que nadie tenga derecho a reclamarle nada. ¿O acaso podés cagar a trompadas al “sistema”? No, porque es todo y no es nada a la vez. No existe, no tiene cuerpo, no está.
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Nos acostumbramos a los automovilistas y colectiveros que violan sistemáticamente la luz roja mientras aguardamos para cruzar calles o avenidas. Nuestro instinto de supervivencia, por supuesto, nos hizo generar anticuerpos: apoyamos un pie en el asfalto una vez que se han detenido todos -varios segundos más tarde- y no cuando se enciende el hombrecito blanco del semáforo.
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Nos acostumbramos a los hijos de puta que estacionan obstruyendo rampas para discapacitados o salidas de garajes. Y en realidad nos quejamos de vicio; en lugar de sacar el auto en una simple maniobra lo podemos hacer en 45, ¿cuál es el drama? De paso cañazo practicamos actividad física tratando de mover –sin herniarnos, ojo- ese par de 4x4 que dejaron frenadas y en cambio.
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Nos acostumbramos a ver montañas de basura tiradas en las calles como si fueran un decorado inevitable y a la vez bizarro. Como si le aportaran una extraña identidad a la ciudad, le dieran una cuota de “arrabal”. Y nos acostumbramos también a callarnos frente a quienes la arrojan, por miedo a recibir un botellazo en la cabeza o, con suerte, una estentórea y descalificadora puteada si el ocasional transgresor es un sujeto no demasiado violento.
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Nos acostumbramos a los soretes de los perros como si fueran adornos minimalistas o extraños objetos caídos mágicamente del cielo. Las veredas se han convertido en pistas con obstáculos y ya es algo absolutamente normal que no podamos caminar más de 5 metros sin ensayar un slalom.
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Nos acostumbramos a los impuntuales, sucumbiendo al mito de una supuesta modernidad. Es que está instalado que ser puntual es algo demodé, de viejo choto y cascarrabias. “Llegar a la hora que te citaron es un quemo, no va a haber nadie”, te dicen para justificarse. Y tienen razón: no va a haber nadie porque todos terminan pensando igual. Es un círculo vicioso. Nadie quiere convertirse en el boludo que llega a horario mientras los demás caen a la hora que se les cantan las pelotas.
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Nos acostumbramos a la corrupción porque, según el mensaje que nos bajan desde algunos medios, “corruptos va a haber siempre”. “Roban pero hacen”, recitaban sin que se les cayera la cara los defensores del modelo neoliberal de los ’90. “Roban pero son de izquierda”, es, palabras más, palabras menos, el latiguillo versión 2011. Y tampoco se les cae la cara.
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Nos acostumbramos a la inseguridad porque está visto que no hay voluntad de encarar seriamente el problema. Mientras tanto modificamos horarios, recorridos y hábitos de vida, y gastamos fortunas en alarmas, rejas y vigilancia privada. Hasta desde algunos organismos oficiales nos “enseñan” cómo proceder ante un eventual y grato encuentro con estos señores amigos de lo ajeno.
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Nos acostumbramos resignados a darles un “diezmo” a los trapitos que “velan” por la seguridad de nuestros autos en canchas y recitales. Caso contrario el riesgo es grande: si zafamos de que nos agarren literalmente del cogote, al regresar podemos encontrar las puertas y el capot con más rayas que la camiseta de Los Andes.
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Y nos acostumbramos también a que, por un bochazo, un alumno le cruce la cara de un navajazo a un profesor o pruebe los efectos del fuego en la cabellera de una maestra. “Y... cambiaron los tiempos”, repite todo el mundo, no en tono de lamento -al menos debería serlo- sino de pícara advertencia. Y guay del que se atreva a reclamar un poquito más de respeto, orden y disciplina: será acusado de facho y de querer volver sin escalas al oscuro reino de Videla y Massera.
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A todo lo dicho venimos acostumbrándonos los argentinos y a muchas otras cosas más como la contaminación, los ruidos, las barreras eternamente bajas, las picadas callejeras de autos... Intentar desacostumbrarnos no es tan difícil. En algunos casos depende de nosotros mismos y en otros no, pero para eso está el derecho a la legítima protesta. Solo es cuestión de voluntad, compromiso, sacrificio (ya parezco Scioli) y de hacer causa común, como cuando marchábamos por las calles al grito casi romántico de “piquete y cacerola, la lucha es una sola”. ¿Seremos capaces de lograrlo? No soy muy optimista.
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