domingo, 8 de agosto de 2010

Amabilidad trasandina (otra pequeña historia de viaje)



En general suelo incomodarme cuando, sin ningún fundamento, alguien se larga a hablar pestes de nuestros vecinos limítrofes, en especial de los chilenos. No voy a negar que la “pica” y la rivalidad con nuestros hermanos trasandinos existe, pero también la solidaridad. En mis casi 20 años de cruzar la cordillera puedo asegurar que jamás he tenido un problema y hasta me han sacado de un apuro en más de una oportunidad. Esta insólita anécdota ocurrida en febrero del año pasado es una prueba de ello.

La carpa amaneció empapada. Por fuera y por dentro. El lago Rupanco había sido castigado por una feroz tormenta, primero de viento y luego de agua.
Sandra y yo habíamos aterrizado en el extremo sudoriental del lago después de completar con éxito la travesía de las Termas de Callao. Fueron 3 días de una caminata que tuvo su inicio en el lago Todos los Santos, dentro del Parque Nacional Pérez Rosales, en la X Región. Marcha tranquila, sin grandes sobresaltos.
Y la mala noticia no era sólo la persistente lluvia, si no que debíamos seguir caminando. Doce kilómetros nos quedaban hasta Puerto El Poncho, un caserío desde donde salía un bus con destino a Osorno. Los datos de los lugareños más o menos coincidían: el único servicio diario partía a eso de las 15. También nos enteramos que esa punta de kilómetros se podían cubrir en una lancha pública. Claro que justo ese día no funcionaba.
“Doce kilómetros bordeando la costa deberían ser ‘pan comido’. Levantando campamento a las 10, a eso de las 2 de la tarde llegamos cómodos”, coincidimos con Sandra. Y hacia allí salimos...


La senda, en rigor a la verdad, no tenía nada de complicada, pero caminar bajo la lluvia no era lo que se dice un ejercicio agradable. Los pies comenzaban a mojarse y el frío subía por el cuerpo sin encontrar focos de resistencia.
A lo largo de esa húmeda marcha atravesamos decenas de propiedades privadas, algunas convertidas en chalets de veraneo y otras de pobladores locales. Debíamos estar atentos porque ya a esta altura no había senda única. Cualquier distracción podía mandarnos a alguna sucursal de “plumas verdes” y, lo que era peor, retrasar nuestra llegada a Puerto El Poncho.

A las 3 horas de marcha la huella se hizo ancha y comenzamos a ver los primeros autos. Al ratito aparecimos frente a un obrador en el cual estaban terminando de construir un puente. Lo cruzamos y allí nomás recibimos un baldazo de agua más fría que la que se descolgaba del cielo. Unos tipos que venían en una camioneta en sentido contrario nos avisaron que no íbamos a poder continuar: un derrumbe en la montaña había cortado el camino. Tragamos y les explicamos que igual estábamos acostumbrados a meternos en lugares no precisamente transitables. “Imposible”, afirmaron ante nuestra insistencia, “...la única manera de llegar es por el lago. Van a tener que conseguir a alguien que los lleve en lancha”, concluyeron tajantes. Tragamos de vuelta.
“¿Dónde carajo conseguimos una lancha en este lugar y con este día?, fue la primera pregunta que nos hicimos una vez que los tipos se fueron. Ya totalmente empapados miramos desahuciados a nuestro alrededor. El entorno no era alentador. En el fondo sabíamos que la cosa era mucho más grave de lo que parecía. Muchísimo más. Es que, a decir verdad, no solo perderíamos el bus a Osorno si no que podíamos perder también el micro a Buenos Aires, que salía a las 9 de la mañana del día siguiente desde Puerto Montt. Tratamos de no pensarlo y de buscar una solución.


Antes de salir a pedir ayuda hacia algún lugar, nos acercamos a un portón detrás del cual, un camino rodeado de bosque parecía bajar hasta el lago. “Esto me huele a propiedad privada con embarcadero, tirémonos un lance”, le dije a Sandra. El portón estaba sin llave y entramos.
A los pocos metros nos topamos con una hermosa casa de veraneo. Nuestra pinta de cirujas no era la mejor, pero confiábamos en nuestra labia. Tocamos la puerta y salió una mujer con uniforme de empleada doméstica. Le explicamos de dónde veníamos y cuál era nuestra “flamante” -y desgraciada- situación. Avisada por ella, al instante apareció la dueña de casa y detrás su marido. Ambos orillaban los 60 años y parecían ser de clase media acomodada. Volvimos a repetir el mismo speech con lujo de detalles: “que venimos caminando hace 4 días desde el lago Todos los Santos...”, “que cerca de aquí hubo un derrumbe...”, etc, etc, etc... El matrimonio nos observaba con extrañeza pero con atención. O estaban esperando que termináramos con toda esa “sanata” para echarnos a tiros o realmente estaban dispuestos a darnos una mano. Siempre sostengo que en estos casos conviene ser educado, respetuoso, preciso y mostrarse confiable. Además, incluir el relato de una travesía en la cordillera le aporta humor, romanticismo y un poco de locura a la cosa, lo que nos hace más creíbles y “en teoría” inofensivos.
La cuestión es que algo se dijeron entre sí y nos hicieron pasar al interior de la casa. Ya era un signo positivo. Atravesamos la cocina, volvimos a salir al exterior y nos guiaron hasta una especie de cabaña para huéspedes. “Quédense aquí calentitos que mi marido va a ver qué podemos hacer”, nos dijo la mujer. Entramos tratando de hacer el menor ruido posible y de no voltear ningún adorno con las mochilas. “Si quieren dejen sus cosas mojadas aquí...”, volvió a insistir señalando lo que sería la cocina. “...Ah, y acá tienen el baño por si desean darse una ducha”, concluyó antes de irse. Con Sandra nos miramos con un gesto de absoluta incredulidad. Es que no entendíamos cómo alguien podía meter en su casa a dos desconocidos empapados, uno de ellos con barba de 5 días y enfundado en un gorrito de polar al mejor estilo “pibe chorro”. ¡¡Y encima argentinos!! Algún encanto debíamos tener, pensamos convencidos. “Buena vibra”, como le dicen ahora.

La cabaña lucía cálida y confortable. Decorando las paredes había cuadros y diplomas de safaris y vuelos en globo. Desde el ventanal se veía una pequeña playa, un muelle con un par de lanchas y detrás la inmensidad del Rupanco. Era tal la mugre que teníamos encima que me pareció un atentado sentarme en esos sillones tan pulcros. Según alcanzamos a entender, el dueño de casa no movería la lancha sólo por nosotros; al parecer aprovecharía para llevar también a su hija, a su yerno y a las pequeñas hijas de ambos.
Mientras contemplábamos el lago y pasábamos el tiempo entre cavilaciones, volvió a entrar la empleada doméstica, esta vez con otra sorpresa: ¡¡una bandeja con café y galletitas!! Ya eran demasiadas atenciones para dos personas que se conformaban con salir de allí aunque sea en un barquito de papel. Disfrutando de ese café caliente, recordamos con risas el penoso desayuno de aquella mañana fría. Nuestra garrafita había quedado fuera de combate y apenas pudimos entibiar el agua encendiendo dos ramitas húmedas. No hay duda de que la vida y los estados de ánimos del aventurero son absolutamente cambiantes.
La señora nos vino a buscar y salimos hacia el embarcadero. El tiempo todavía estaba malo pero parecía aclarar. Allí conocimos a la hija del matrimonio, a su marido y a los niños. Trepamos todos a la lancha y partimos. La joven familia se bajaría antes que nosotros y el matrimonio nos acercaría hasta Puerto El Poncho para, de paso, hacer algunas compras.
Llegamos a destino y nos despedimos. Por el lado nuestro, no nos alcanzaban las palabras de agradecimiento. Por el lado de ellos era todo naturalidad; quizás fuese un favor más de esos que acostumbran hacerse quienes viven en parajes tan aislados. Algo común pero al mismo tiempo difícil de comprender para los que venimos de la ciudad.
Pisamos tierra firme todavía algo shockeados. Y no era para menos; unos completos desconocidos nos acababan de solucionar un problema y no sé qué hubiese pasado de no haber dado con ellos. Tal vez hubiéramos encontrado a otros. Imposible saberlo.


Desde Puerto El Poncho, otro matrimonio chileno nos llevó en su camioneta hasta un desvío (seguíamos abusando de nuestro “carisma” y encanto) y allí finalmente nos quedamos a esperar al bus que se dirigía a Osorno. El cielo se despejó definitivamente y aproveché ese enorme y preciado calor para secar la carpa, que en la desprolijidad de esa mañana habíamos guardado sucia y llena de agua.

Lamentablemente, el paso del tiempo hizo que olvidara el nombre de aquella amable familia del lago Rupanco. Mientras termino de darle forma a esta historia, hago un último intento pero no hay caso. Debería haberlo anotado. De todas maneras, si en algún momento se encontraran de casualidad con este relato, aprovecho para hacerles llegar nuevamente aquellas mismas dos palabras: MUCHAS GRACIAS.

3 comentarios:

Leno. dijo...

Es cierto lo que decís, yo estuve por la zona limítrofe con Santa Cruz y según me decía un chileno ellos se sienten mas "patagonicos" que Chilenos o Argentinos, al estar en una zona tan inhóspita si no se ayudan entre ellos están zonados. También ayuda el hecho que en Santa Cruz haya casinos, que es la principal diversión del laburante chileno por lo que comentaban...

Leno. dijo...

sonados, de sonar, no de zona, si seré bestia.

Armando De Giácomo dijo...

Jaja!!! No hay drama; se entendió, se entendió...

Gracias x pasar!!