viernes, 15 de junio de 2007

El polvo puede esperar

Un poco de recuerdos no viene mal...

Corría el lejano 1979. Yo tenía por entonces 18 años, y hacía mis primeras armas tenísticas representando al Club de Empleados de Seguros, ubicado en la localidad bonaerense de Moreno.

Un día del mes de julio, el secretario de deportes me atajó en el medio del restaurant del club para darme una agradable e inesperada noticia: había sido elegido, junto a 3 jugadores más, para disputar una especie de match desafío en la ciudad de Mar del Plata. Considerando que apenas si me daba la cara para jugar un interclubes, me sentía como si hubiese sido convocado para la Davis. No cabía en mi cuerpo. La fecha del evento sería el fin de semana largo de agosto, y junto a nosotros viajarían las delegaciones de unos cuántos deportes más.
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Durante los días previos al viaje nos fuimos enterando que nuestros rivales, como en las demás disciplinas, serían también empleados o gente relacionada con el gremio de Seguros de Mar del Plata. Mi fantasía tenía una imagen bien concreta: jugar en el court central del Club Náutico de Mar del Plata, allí donde se inició el gran Guillermo Vilas, mi ídolo máximo y al cual le copiaba desde peinado y vestimenta hasta su forma de jugar. Me imaginaba calzándome la vincha y pegando zurdazos con top-spin ante la admiración de propios y extraños. Era como si un humilde sacerdote de pueblo vislumbrara la posibilidad de dar misa en El Vaticano. Y en realidad esto era un simplismo de mi parte; como si no supiera -o no quisiera saber- que en "La Feliz" existían otros reductos de polvo de ladrillo, menos exclusivos y más acordes a lo doméstico del match. En fin, cosas de adolescente ilusionado.
Viajamos en micro chárter hasta "La Perla del Atlántico" y nos alojamos en uno de los hoteles que el gremio de Seguros tiene en Punta Mogotes. Mis compañeros de tenis eran Gustavo, Javier y Néstor. Los dos primeros eran más o menos de mi edad, y el último algo más veterano. Con Gustavo teníamos cierta amistad y formábamos una pareja de dobles casi imbatible.

Al llegar el ansiado día del partido, nos cargaron en el micro y, junto al resto de las delegaciones, partimos nerviosos rumbo a nuestro compromiso. El vehículo tomó rápidamente la costanera Martínez de Hoz y enfilamos hacia la zona del puerto, o sea, hacia donde estaba -y está- el club Náutico.
Pero al Náutico lo pasamos de largo.
"Che, ¿a dónde nos llevan?", les pregunté a mis compañeros, algo confundido. "Ah, ahora caigo... primero deben llevar a las otras delegaciones y después vuelven a dejarnos a nosotros", habré explicado esperanzado. Lo único que sé es que el micro se metió en pleno centro de Mar del Plata y comenzó a dar vueltas hasta marearnos.
Cuando no quedaba ya calle sin conocer nos detuvimos frente a un edificio con pinta de cualquier cosa menos de club de tenis.
"¡Los de teniiiis...! ¡Abajoooo!", se escuchó desde adelante. Reinaba una mezcla de incipiente desazón y misterio.
Entramos al edificio con bolsos y raquetas y nos metieron en un ascensor. ¿Una cancha de tenis en la terraza, tal vez? ¿Algo como lo que harían 25 años más tarde Agassi y Federer en el Burj Al Arab de Dubai?
El ascensor se detuvo en el segundo o tal vez en el tercer piso, ya no recuerdo. Bajamos y enfilamos hacia una especie de gimnasio cerrado con piso de parquet, y las consabidas canchas de voley y básquet dibujadas sobre él. Pero el enigma terminó de develarse cuando vimos a un par de tipos pintando encima una tercera cancha:
¡¡¡¡LA DE TENIS!!!! Y lo más insólito aún: al vernos llegar, los "pintores" largaron la brocha gorda y, con las manos un poco manchadas, se presentaron... ¡¡¡como nuestros rivales!!!
Con las ilusiones deshechas y la pintura todavía fresca, salimos a jugar el primer dobles Gustavito y yo. Pelotear sobre esos listones de madera lustrada era imposible. La pelota, al picar, se mandaba tal patinada que impedía adivinar su trayectoria posterior. Cada raquetazo revoleado al aire nos hacía sentir extremadamente torpes y tiraba por la borda largos años de frontón y entrenamientos. Como se dice en la jerga tenística, era un partido para "saque y volea". Lástima que, en
mi caso, sólo me acercaba a la red al final y para dar la mano. Nuestros rivales tenían un estilo bastante rudimentario, pero parecían haberle encontrado la vuelta a la superficie. No me extrañaría que hubiesen estado practicando antes de que llegáramos, los muy pícaros.
Un partido que, en polvo, hubiésemos resuelto con un relajado y categórico 6-1/6-1, terminó también en victoria nuestra, pero con un apretado y trabajoso 6-4/6-4. No tuvieron la misma suerte luego Javier y Néstor, quienes perdieron ahí nomás con otros dos "especialistas en parquet".

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De esta manera culminaba nuestra aventura deportiva en Mardel. Dejando de lado lo tenístico, aquellos tres días fueron inolvidables: el viaje en micro, los momentos con amigos, la camaradería, las salidas, las noches en el hotel... Mi ilusión de jugar en el Náutico quedaba finalmente desterrada, pulverizada; aunque haciendo un racconto de todo lo que me dio luego el tenis a lo largo de los años, creo que no hubiese sido tan importante.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno!!!! jajajajaj, muy buen relato, mejor historia y un gran recuerdo de Gustavo Castillo!!!
genial Armando!!
Daniel Campo.....

Anónimo dijo...

muy bueno armando me acuerdo una vez que jugamos en mardel que fuimos con tu papa y con el tato
gabriel