lunes, 26 de diciembre de 2016

Qué fantásticas estas fiestas

Dentro de la variada fauna que compone a nuestra sociedad,
muchos consideran a las Fiestas como un contratiempo, y no como un motivo de alegría y festejo. No son pocos los que las ven como un disparador de rivalidades y envidias, en lugar de tomarlas como una excusa para los encuentros. Y tienen sus razones. ¿Quién no ha escuchado estiletazos verbales del tipo “mi vitel thoné estaba más rico que tu ensalada waldorf”, “tu pollo estaba rancio”, “mi pan dulce estaba más fresco que el que trajiste vos” o “cómo carajo hace la trola de tu cuñadita para estar siempre bronceada”? ¿Quién no ha penado por el destino siempre incierto de los hijos casados, que son tironeados entre las familias políticas cual trofeos de guerra? De pronto y sin buscarlos, aparecen también esos cuasi parientes que vemos una vez al año y que, por lo general, nos caen más cercanos a una patada en las bolas que a un hidromasaje en los pies. “Che, le dije al primo de Josecito que viniera para Nochebuena...”, te avisa tu jermu unos días antes, “¿No te jode, no?”, agrega. Y por más que te dé por el quinto forro, ya está, ya lo invitó. “Ta bien...”, le contestás resignado, “...pero decile que se bañe, ¿eh? La ultima vez vino con un olor a chivo que volteaba elefantes”.

El cronograma de esos controvertidos cuatro días suele presentarse enrevesado, y las “sedes” se disputan cual mundial de fútbol, o se negocian como el piso del Impuesto a las Ganancias. Todos hacen lobby a favor de unos y en contra de otros. Finalmente el borrador queda trazado así: Nochebuena en lo del tío Paco, Navidad en lo del primo Ricardo que acaba de sacar el aire en 48 cuotas, Fin de Año acá en casa, y Año Nuevo en lo de la tía Clota, que vive en el orto del mono pero tiene la Pelopincho para que los pibes, al menos, se puedan refrescar. Y se baja el martillo.

Llegan las dichosas cenas, y los minutos previos nos muestran calles más atestadas que un viernes a las 7 de la tarde. Cada ser humano o vehículo que circula por la vía pública es un delivery encubierto de ensaladas rusas, lenguas a la vinagreta o helados que llegan a destino más flojos que un yogur.
Una vez acomodados alrededor de la mesa, todos tratan de colocar su mejor sonrisa y olvidar las pequeñas rencillas del pasado. Es momento de balances, y las conversaciones giran en torno a lo que ocurrió durante el año, más bien tirando hacia la última mitad, diríamos. Es que el primer semestre parece tan lejano como el día en que murió Gardel. De los bolsos de López ya ni nos acordamos, pero aún está fresca la pelea entre los mononeuronales Fede Bal y Barbie Vélez.
Entre tema y tema no pueden estar ausentes los lugares comunes. “Cómo pasó el año, ¿eh? Cuando te querés acordar, ya estamos en Navidad”, dispara alguien para quebrar un bache de silencio y tapar el ceremonioso ruido a cubiertos. Una tía entrada en años –y en copas- pide bala para todos los chorros, mientras que un sobrino progre trata –en vano- de explicarle que los pobres delincuentes son víctimas de la exclusión social. “Esta crisis del país nos afecta a todos”, opina preocupado un tío excedido en kilos, con media pechuga de pollo bailándole entre los dientes. Los desubicados tampoco se toman licencia por las Fiestas. “Che Nico, cada Navidad con una novia nueva vos, ¿eh?”, le lanza una tía a su sobrino delante de la propia señorita, generando por unos segundos más tensión que en Medio Oriente. Y si de meter la gamba se trata, otro pariente totalmente borracho revela sin pudor una paternidad que el abuelo ocultó por más de 50 años. Mientras tanto, el calor ajusticia a la dislocada concurrencia y la abuela protesta airadamente porque no le llega el vientito del turbo.

Lo cierto es que todas las discusiones y disquisiciones quedan automáticamente freezadas al sonar la primera campanada de las 12. Como si se reseteara todo. Y más allá del infaltable pelotudo-chiquilín que se divierte apuntándote con el pico del champán antes de descorcharlo, acá surge otro pequeño inconveniente: hay tantas horas oficiales como relojes presentes. “¡Ya son las doce!”, anunciás vos eufórico. “¡¡No señooor!! faltan dos minutos”, te frena una tía que se niega a brindar hasta que “sus” agujas no se lo indiquen. “Yo ya tengo 12 y 3 minutos”, dirá un primo con la intención de pincharle la primicia al resto. Finalmente la algarabía le gana la batalla al estéril y acalorado diferendo horario y se desata el brindis. Chocan las copas –alguna se rompe-, alguien toma fotos para subir al instante a alguna red social, y madres, hijos, primos, abuelos y vecinos se desean lo mejor para esa Navidad o para el año que acaba de estrenarse. Y no siempre debuta bien para todos. Nunca falta el niño que irrumpe llorando y con la mano bañada en sangre porque un petardo le estalló antes de tiempo. Lo que sigue es un inesperado brote de angustia colectiva hasta que el padre llama desde la guardia del hospital para avisar que, por suerte, la criatura no ha dejado ninguna falange en el camino. Zafamos...

El final de fiesta es casi siempre el mismo: la pendejada se raja a bailar o a juntarse con sus amigotes en esa especie de prime time sub 25 que arranca pasadas las 12, otros se sumergen en un raid etílico que los ayuda a olvidar que ya no están para esos trotes, y aquellos que comieron orgiásticamente quedan encallados como cetáceos que abandonó la marea. Cualquiera que se asome a la cocina verá la barbaridad de comida que sobró, y no es de extrañarse: todo se cocina para 20. Vitel thoné para 20, melón con jamón para 20, ensalada rusa para 20, pollo para 20, carré de cerdo para 20, matambre para 20, pan dulce y frutos secos para 20... En fin. Lo que seguro nunca viene –ni vendrá- para 20 es el sentido común, la mesura y el criterio.
Felices Fiestas para todos.